Una preocupante hegemonía

En los últimos meses, el Congreso de la república se ha convertido en uno de los bastiones del activismo conservador, dirigido principalmente a debilitar la vigencia de los derechos sexuales y reproductivos en el Perú. Entre otras, se han aprobado –o están en camino a serlo- leyes que buscan eliminar el lenguaje inclusivo en los textos escolares, cambiar el nombre del Ministerio de la Mujer por el de Ministerio de la Familia y reconocer derechos constitucionales al concebido. La promotora principal de estos proyectos de ley ha sido la congresista Milagros Jáuregui de Aguayo, cristiana evangélica y pastora de La Casa del Padre, una iglesia de corte carismático que fundó junto a su esposo, Guillermo Aguayo. Ella es una de las congresistas más prominentes y laboriosas del bloque religioso conservador en el Congreso. No está sola. Sus colegas, y correligionarios en la fe evangélica, Alejandro Muñante y Esdras Medina, la acompañan en su cruzada contra los derechos de las mujeres. En marzo del año pasado, Muñante anunció la formación de un bloque parlamentario autodenominado “Por la vida y la familia”, junto a la ya mencionada Milagros de Aguayo y la congresista fujimorista Rosangella Barbarán. Podría decirse que las bancadas de Fuerza Popular y Renovación Popular son el núcleo del bastión conservador de derecha que impulsa el debilitamiento de los derechos de las mujeres. Digo de derecha, porque también hay un conservadurismo de izquierda. Desde que el expresidente Pedro Castillo asumió el poder, Perú Libre, el partido de extrema izquierda que lo llevó al poder, evidenció que era igual de conservador en materia de derechos civiles que sus rivales de la extrema derecha. Los extremismos comparten su desdén por la cultura de los derechos. Fue uno de los pocos asuntos en los que la coalición conservadora-autoritaria de derecha y el castillismo coincidieron siempre.

Es que los conservadurismos sociales de derecha e izquierda se han dado la mano para imponer una preocupante hegemonía reaccionaria en el Congreso. Dicha hegemonía se ha reforzado luego de que Dina Boluarte asumiera el poder.

Bajo Castillo, al menos el Ministerio de la Mujer estuvo dirigido por reconocidas figuras políticas del feminismo como Anahí Durand y Diana Miloslavich. Bajo Boluarte, este ministerio clave para la defensa de los derechos de las mujeres fue encargado a Nancy Tolentino, funcionaria de larga experiencia, pero de evidentes convicciones conservadoras, y cristiana evangélica como Aguayo, Muñante y Medina, los congresistas más activos de la coalición conservadora.

Es que uno de los factores unificadores de esta hegemonía conservadora es la religión. No solo los evangélicos están embarcados en la cruzada contra los derechos, sino también varios notorios políticos católicos como Jorge Montoya, Rosangella Barbarán y el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga. Aunque precisemos. Se trata de creyentes de las alas más conservadoras y/o fundamentalistas de sus respectivas confesiones. De aquello que el teólogo jesuita Antonio Spadaro, y el pastor presbiteriano Marcelo Figueroa denominaron como el “ecumenismo del odio”. Porque es inexacto sostener que el cristianismo en sí mismo sea esencialmente enemigo de los derechos sexuales y reproductivos o de las minorías sexuales. Por el contrario, el mensaje de Jesús contradice el sentido moralista y farisaico de la fe de los activismos cristianos conservadores, para apostar por el valor de la vida y el respeto de la dignidad del ser humano en toda su diversidad. Desde esa mirada, las incoherencias en los activismos conservadores quedan en evidencia, cuando, por ejemplo, se apropian del concepto “vida” solo cuando se trata de restringir el derecho de las mujeres para decidir sobre su maternidad, pero lo descartan cuando se trata de defender las vidas de seres humanos plenos que protestan por sus derechos. Decirse “pro-vida” y luego justificar la masacre de decenas de ciudadanos, cuyo único delito fue manifestarse, o solo pasar por donde otros se manifestaban, es profundamente incoherente. La hegemonía de un modelo de acción política y religiosa basado en el autoritarismo, la intolerancia y el desdén por la vida humana es preocupante no solo porque amenaza nuestra democracia y nuestros derechos, sino incluso nuestras vidas.

Por: Juan Fonseca Ariza