A lo largo de la historia y en diversas civilizaciones, la relación entre la religión y la política ha sido siempre estrecha. Esto se debe a que la religión ha sido una fuente de poder, conocida como el cuarto poder. En este contexto, el poder se entiende como la capacidad de influir en el comportamiento de los demás, especialmente en las vidas de las mujeres. La sumisión, la dedicación al trabajo doméstico, la procreación obligada, el respeto hacia los demás y la culpabilidad son prácticas que la Iglesia ha inculcado en las mujeres. Desde la Edad Media, la Iglesia ha actuado como asesora de los gobiernos.
Durante la época colonial, la presencia de la Iglesia y la dominación española se concretaron a través de la Iglesia católica, que fue uno de los pilares fundamentales para la evangelización de los pueblos indígenas en el Nuevo Mundo. La Santa Inquisición, con su gran poder, perseguía y castigaba todo lo que consideraba contrario a sus dogmas. Emitió un edicto ordenando denunciar a quienes poseyeran libros en lenguas extranjeras, practicaran brujería o mantuvieran rituales ancestrales. La tortura y ejecución de mujeres en las hogueras de la Inquisición no habrían alcanzado la magnitud de una matanza sin la alianza duradera entre la Iglesia Católica y la nobleza. Además, la esclavitud de los pueblos africanos y el genocidio de los pueblos indígenas en América no habrían sido posibles sin la complicidad de la Iglesia con los poderes imperiales de la época, así como con las dictaduras occidentales del siglo XX, que también contaron con el aval de la jerarquía del Vaticano.
Desde la época colonial hasta el presente, se han logrado avances significativos en favor de los derechos de las mujeres, desde el derecho al voto hasta el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos. No obstante, en los últimos diez años hemos experimentado un retroceso en los derechos de las mujeres y un crecimiento del fundamentalismo comparable al de la época colonial. Los retrocesos en las políticas públicas y la censura a los avances de nuestros derechos son inaceptables. La creciente ola de conservadurismo y fundamentalismo político se intensifica cada vez más, organizándose globalmente. Lo que sucedió en Guatemala también ocurre en Paraguay, Argentina, Brasil, Perú, Ecuador, El Salvador, etc. Las feministas somos vistas como las «brujas» que desobedecen los designios de Dios, aquellas que no nos conformamos con ser las reproductoras y cuidadoras de la familia, como dicta la doctrina tradicional.
En este nuevo contexto, ha aumentado la presencia de iglesias pentecostales en los últimos años, que inicialmente surgieron como una respuesta para evitar el crecimiento del comunismo en América Latina. Estas iglesias han logrado conquistar las zonas amazónicas y andinas, generando muchas contradicciones con las manifestaciones espirituales ancestrales de nuestros pueblos. Se caracterizan por imponer sus creencias como verdaderas y únicas, es decir, que no permiten debate alguno, y se presentan como portadoras de una «verdad» incuestionable. Lo que todas tienen en común es su postura contraria a los derechos humanos, en particular a los derechos de las mujeres, a quienes subordinan y solo les reconocen un único rol en la sociedad: ser procreadoras, madres y cuidadoras del hogar, sujetas siempre a las decisiones de los hombres en todos los ámbitos de su vida (sexual, reproductivo, social y político).
El fundamentalismo político se presenta como una «meta-política» que, en nombre de una verdad absoluta, se coloca por encima de las reglas de la democracia, el relativismo político necesario, el pluralismo, la inviolabilidad de los derechos ajenos, las leyes de tolerancia y la capacidad de equivocarse (Konrad-Adenauer-Stiftung e. V. Conversaciones PolítiKAS de la KAS Perú).
En los últimos años, la presencia de mujeres creyentes en estas iglesias ha perdido la capacidad de generar un discurso propio y ser dueñas de su destino. Los discursos conservadores imponen una verdad única, asignando normas sociales opresivas y violentas. La ofensiva fundamentalista católica-evangélica está particularmente vinculada al control de la sexualidad y la reproducción de las mujeres. De igual manera, existen expresiones que buscan naturalizar la violencia contra las mujeres y la comunidad LGTBIQ+, especialmente por parte de organizaciones como Pro Vida, que distorsionan los derechos de las mujeres para someterlas y hacerlas sentir culpables por exigir autonomía y control sobre sus cuerpos.
Para enfrentar de manera organizada la defensa de los derechos humanos, la justicia de género, los derechos y el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, las libertades de las mujeres y la comunidad LGTBIQ+, es necesario transformar las condiciones de vulnerabilidad en las que vivimos. Debemos estar preparados para romper con las estructuras patriarcales, coloniales y capitalistas que se refuerzan con la presencia de los partidos conservadores. Para ello, necesitamos construir nuevos argumentos, tanto religiosos como políticos, que contrarresten los mensajes que atacan nuestras decisiones sobre el cuerpo, la sexualidad y nuestra vida. Estos comportamientos fundamentalistas debilitan y fragmentan las estructuras sociales que alimentan los movimientos feministas y de las diversidades. Articular nuestros movimientos nos permitirá consolidar nuestras apuestas políticas y unir nuestras luchas para emprender nuevos caminos contra estas corrientes que no contribuyen a la igualdad y la justicia de género.
Por: Denisse Chávez Cuentas – Ecofeminista GIMCC Perú
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